Invocado o no invocado, Dios está presente


Bishop Elizabeth Eaton

Un querido amigo me regaló una placa con las palabras “Vocatus atque non vocatus Deus aderit”. Invocado o no invocado, Dios está presente. Este es un proverbio intrigante que, según se cree, se originó en el oráculo de Delfos en la antigua Grecia, y posteriormente fue encontrado en una antología de proverbios griegos y latinos compilados por Erasmo en el siglo XVI. Carl Jung, el médico y psiquiatra suizo de principios del siglo XX, hizo que se lo inscribieran sobre su puerta y en su lápida. Estas fueron épocas muy diferentes y personas muy distintas, pero todas se sintieron atraídas por este adagio. Y aquí estoy yo, en el siglo XXI, fascinada con estas mismas palabras.

Al principio no las comprendía. Parecían casi como una intimidación: “Te guste o no, Dios está aquí; hazle frente a esto”. No es muy reconfortante, a decir verdad. ¿Y qué pasa con las invocaciones? ¿Llamamos a Dios? ¿Invitamos al Espíritu a nuestras reuniones como si controláramos el acceso? ¿Invocamos a Jesús como si necesitáramos llamar la atención del Señor?

Pero he llegado a comprender que estas palabras declaran una realidad y una promesa. Dios ya está presente, siempre presente, después de todo. En lugar de invocar o invitar a Dios a nuestra presencia, ¿no sería mejor y más preciso reconocer que Dios está presente y pedirle al Espíritu que abra nuestros corazones a esa presencia? Y esa presencia es puro amor y paz.


Dios está aquí. Dios no es el distante, desinteresado y desvinculado arquitecto de todas las cosas.


En su novela El viento en los sauces, Kenneth Grahame describe esta presencia: “Entonces, de repente, el Topo sintió que un gran temor reverencial caía sobre él, un temor que convirtió sus músculos en agua, le dobló la cabeza y le arraigó sus pies en el suelo. No era un terror de pánico; de hecho, se sentía maravillosamente en paz y feliz; sino un temor que lo golpeaba y lo sostenía y, sin haberla visto, sabía que esto únicamente podía significar que una augusta Presencia estaba muy, muy cerca”.

Dios está aquí. Dios no es el distante, desinteresado y desvinculado arquitecto de todas las cosas.  Las Escrituras nos muestran que Dios, que se desplazaba sobre las aguas durante la creación, y que caminaba y hablaba con Abraham y Sara, era el compañero constante del pueblo cuando Israel fue liberado de la esclavitud. Lo que sucede es que no siempre nos damos cuenta.

La historia de los dos discípulos que iban camino a Emaús nos coloca en medio de una experiencia de un desapercibido encuentro con el Santo. Era la tarde de la resurrección. Jesús se acercó a dos discípulos que le contaron todas las noticias extrañas que habían oído sobre los avistamientos del Señor resucitado, pero aún no reconocían la presencia de Jesús. ¿Acaso podríamos reprocharles? Si esperamos que la presencia de Dios se revele y se sienta solo de una manera prescrita —epifanías extraordinarias—, entonces no es de extrañar que no reconozcamos la presencia de Dios en las experiencias cotidianas y ordinarias. “Nosotros abrigábamos la esperanza…”, dijeron ellos.

“Entonces, comenzando por Moisés y por todos los Profetas, [Jesús] les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras” (Lucas 24:27). Los dos compañeros ya conocían los hechos históricos, pero no reconocieron a Jesús. Solo cuando estos discípulos invitaron a Jesús a cenar, cuando Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio, solo entonces reconocieron a Jesús. Algo tan ordinario; el partimiento del pan. Ningún ángel heraldo, ningún terremoto. Solo este simple acto de tomar, bendecir y dar pan, algo que hacemos regularmente, abrió sus corazones a la presencia del Señor.

¿Cuántas veces hemos estado en la presencia del Señor, pero no nos hemos dado cuenta? ¿Cuántas veces el amor de Dios se ha hecho real para nosotros y estábamos mirando en el lugar equivocado, o no mirábamos en lo absoluto? Notémoslo. Invocado o no invocado, Dios está presente.

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